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Mostrando entradas de enero, 2018

El humor en los tiempos de la cólera

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Érase una vez un cómico que escribió un tuit humorístico sobre no sé qué y provocó la ira de varios cientos de colectivos y particulares. Estos exigieron que el cómico se disculpara, se arrepintiera y poco faltó para que le pidieran también que entregara sus chistes y saliera con las manos en alto. Viene siendo habitual que humoristas profesionales y diletantes lleven a cabo parte de su labor en las redes sociales y  salgan escaldados de la experiencia . En Twitter, donde no sólo están sus seguidores -que aplaudirían hasta un pedo-,  hacer un chiste es una actividad de riesgo. Es de suponer que quien va a ver a ese mismo cómico al teatro disfrute con su espectáculo, pues ya conoce su estilo y sabe lo que va a ver y oír. En Twitter, no. Allí el alcance es masivo y las posibilidades de disgustar a alguien, muy elevadas.  Hay más facilidad que nunca para que cualquiera pueda expresarse libremente, y también más ocasiones de indignarse, encabronarse e incluso pedir la actuació

Simpatía por el diablo: por qué nos gustan los malos

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Érase una vez un político deshonesto y bribón cuyas malas artes provocaban el odio de la ciudadanía. Lo mismo les ocurría a un tipejo que acosaba y amenazaba a su ex mujer y a un joven inadaptado enganchado a la droga que había causado alguna trifulca en su barrio. En definitiva, las personas de conductas reprobables suelen caer mal y despertar el deseo de que la justicia (o algún vecino) las quite de en medio lo antes posible. Pero esto es así únicamente en el ámbito de nuestra realidad. En la ficción las cosas pueden ser muy distintas. Me viene a la cabeza el caso de un traficante de cocaína violento, machista y asesino a quien, sin embargo, nos hubiera gustado que las cosas le salieran mejor. Su nombre era Tony Montana , un delincuente cubano que llegó a Estados Unidos y emprendió una meteórica carrera en el narcotráfico y en la vida. Tenía socios, clientes, amigos, una mansión, coches, cenas de lujo y una mujer estupenda. Tocó techo, y, como suele pasar, inició su

El final de la aventura

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Érase una vez un género literario que nos gustaba muchísimo de pequeños y con el que la mayoría aprendimos a leer. Algunos consideraban que era un género menor, un mero entretenimiento sin mayores pretensiones. Pero no era así. Para nosotros era una droga poderosa sin la cual no podíamos vivir. Esa droga se llamaba aventura , y tenía mucho que ver con dos cosas que son consustanciales al ser humano: la curiosidad y la capacidad de sorprendernos. Estos dos elementos están muy presentes en los niños, para quienes todo está por descubrir y la cosa más simple les resulta maravillosa. Quien dice niños dice cualquier ser humano adulto anterior al siglo XXI. Y es que desde que todo está a un solo clic de distancia, la aventura ha perdido parte de su significado y prácticamente todo su encanto. "La Odisea". Posiblemente la primera gran aventura marítima de la historia de la literatura. Pensemos, por ejemplo, en los siglos XVIII y XIX. En autores como Alejandro Dum

El discreto encanto de las casas encantadas

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Érase una vez una casa vieja y desastrada. Puede ser una simple casita unifamiliar con jardín o un imponente caserón con  ecos medievales. A lo mejor no está desastrada, sino que tiene una apariencia más o menos normal. Incluso cuidada. O, por el contrario, presenta síntomas de derrumbe o incendio. En no pocas ocasiones, la casa se sitúa en lo alto de una colina. Los vecinos cuentan cosas de ella: "Lleva años abandonada"; "Nadie se atreve a comprarla"; "No han vuelto a habitarla desde que pasó aquello"; "El antiguo propietario se volvió loco"; "Alguien murió o mató, o las dos cosas, entre sus muros"; "Por la noche se oyen ruidos"; "Las luces se encienden solas"... En definitiva, el inmueble da un mal rollo que te excretas. Nadie en su sano juicio se internaría en ese engendro de casa por propia voluntad. ¿O sí? Recuerdo que cuando era pequeño solía ir con mi familia a una pequeña localidad de