Simpatía por el diablo: por qué nos gustan los malos



Érase una vez un político deshonesto y bribón cuyas malas artes provocaban el odio de la ciudadanía. Lo mismo les ocurría a un tipejo que acosaba y amenazaba a su ex mujer y a un joven inadaptado enganchado a la droga que había causado alguna trifulca en su barrio. En definitiva, las personas de conductas reprobables suelen caer mal y despertar el deseo de que la justicia (o algún vecino) las quite de en medio lo antes posible.

Pero esto es así únicamente en el ámbito de nuestra realidad. En la ficción las cosas pueden ser muy distintas.

Me viene a la cabeza el caso de un traficante de cocaína violento, machista y asesino a quien, sin embargo, nos hubiera gustado que las cosas le salieran mejor. Su nombre era Tony Montana, un delincuente cubano que llegó a Estados Unidos y emprendió una meteórica carrera en el narcotráfico y en la vida. Tenía socios, clientes, amigos, una mansión, coches, cenas de lujo y una mujer estupenda. Tocó techo, y, como suele pasar, inició su caída. Perdió los socios, los clientes, los amigos y la mujer estupenda. Y la vida.

Nos lo contó Brian De Palma en la excelente Scarface, titulada en España El precio del poder, con un guión de Oliver Stone que nos metía en la piel, el alma y las malogradas fosas nasales de este señor (extraordinariamente sobreinterpretado por Al Pacino) que, si bien no despertó nuestras simpatías (un cabrón es un cabrón aquí y en La Monc... digo en la Casa Bl... o sea, quiero decir, en Saturno), sí nos hizo comprenderlo y hasta compadecerlo.

Tony Montana a punto de reventar de puro vacío.

El motivo es sencillo. Mientras que el político ladrón, el ex marido acosador y el joven buscador de broncas suelen ser los antagonistas en la vida real, Tony Montana era el protagonista de la historia. Sus antagonistas eran todos aquellos que se oponían a sus deseos: policías (honrados o corruptos), jefes controladores, traficantes rivales, etc. Y dado que la identificación del lector/espectador se produce siempre con el protagonista, el vínculo está establecido. No hace falta que el personaje sea de nuestro sexo ni de nuestra edad, ni siquiera de nuestro agrado. Basta con que sepamos que la historia trata de ese personaje para que automáticamente nuestro interés se vuelque en lo que le pasa. Puede ser una oficinista, un cowboy, un pitufo, un cocinero o Wonder Woman. Pero lo más interesante: también puede ser un maltratador, un traficante, un dictador o un asesino. Es decir, es tan fácil meterse en la piel de un héroe como en la de un villano. Todo depende de los minutos que éste aparezca en pantalla.

Te molo. Y lo sabes.

La madre del asesino

En escritura creativa existe un ejercicio que consiste en escribir la supuesta carta que la madre de un asesino enviaría al juez que lo ha condenado, hablando de las facetas más humanas de su hijo. La sociedad sólo sabe que ese mamón asesinó a quince personas y llenó las calles de droga. Una madre sabe muchas cosas más. Las carencias, las debilidades, las circunstancias que llevaron a su hijo a convertirse en una alimaña; en un desecho social. Es el violador que siempre saludaba en la escalera. Nadie justifica sus acciones, pero sí es capaz de ver a la persona que respira detrás del monstruo, con sus problemas, sus anhelos, sus emociones, sus necesidades y sus deseos, que, en el fondo, no se distinguen tanto de los nuestros. ¿Por qué hizo lo que hizo? En realidad eso no es tan importante como qué le hizo convertirse en lo que es. Por eso son más interesantes los malos cuyos orígenes se nos dan a conocer que los que parecen serlo porque lo exige el guión. Los héroes de sombrero blanco y los malos de sombrero negro han quedado desfasados. El lector/espectador de ahora busca sombras en la luz y luces en la sombra. Si el villano ocupa el papel protagonista, esto es aún más importante.

El héroe guapo y prístino y el villano bigotudo y malencarado son ya piezas de museo, aunque no dejan de tener su encanto.


Que el malo sea el bueno nos gusta, aunque es algo más propio del cine moderno que del clásico. Billy Wilder, siguiendo la estela de James M. Cain, hizo que simpatizáramos con la pareja de asesinos de Perdición, pero el Código Hayes de la época obligaba a que el criminal pagara por sus delitos. La ley debía triunfar. En cualquier caso eran apuestas arriesgadas que se contaban con los dedos de una mano. Lo que el nuevo Hollywood propuso -primero con El Padrino de Coppola y más tarde con el Scarface de De Palma-  era que delincuentes profesionales gozaran de la comprensión e incluso del cariño del público.

En el Hollywood clásico, el que se salía del camino marcado por la ley acababa tiroteado o en la cámara de gas, dependiendo del corte final.

Quentin Tarantino, en su afán por recolectar en campos ajenos, mostró así sus preferencias por los que visten de oscuro y llevan pistola. Pero no ha sido el único. En la actualidad, las series de televisión sienten especial predilección por personajes a priori negativos que, sin embargo, nos obligan a quererlos. Ahí están Toni Soprano, Walter White, Dexter o Frank Underwood. A propósito de este último resulta interesante destacar que si bien el personaje, pese a su vileza y su crueldad, resulta irresistible para el público, el actor que lo interpreta(ba), Kevin Spacey, sufrió un linchamiento masivo después de que salieran a la luz sus presuntos escándalos sexuales con menores. Como decíamos, la realidad y la ficción se rigen por criterios diferentes.

Cuando actúo soy malo, pero cuando no, soy peor.

¿Pero por qué nos gustan los malos? Según los psicólogos, es una reacción completamente normal. El proceso de socialización al que hemos sido sometidos desde pequeñitos ha reprimido aquellos instintos primarios y violentos que forman parte del ser humano de manera natural. Los ha reprimido, pero no eliminado del todo. Y por eso encontramos en la ficción una manera de liberarlos. En el fondo a todos nos gustaría liarnos a mamporros o incluso a tiros en un momento determinado, pero no lo hacemos (en el supuesto de que estemos bien de la cabeza) porque sabemos que no es lo correcto. El malo de la función no tiene tantos remilgos como nosotros, y por eso gozamos con sus exhibiciones de violencia y crueldad, que a veces nos harán volver la cabeza, pero otras nos invitarán a aplaudir. En todo caso, encontramos sus acciones purificadoras y catárquicas, incluso cuando no estemos de acuerdo con ellas. Nosotros no actuaríamos así, y eso nos hace sentir mejores personas.

Hacer el mal por una buena causa. Maquiavelismo puro.

Pero hay más. Volvamos por un momento a Tony Montana. El tipo, en principio, no tiene por qué parecernos en absoluto atractivo. Es zafio, egoísta, misógino y asesino. Pero tiene un código moral y una serie de debilidades que conectan con las nuestras. Es ágil e ingenioso, cualidades que a todos nos gustaría tener. Le gustan los niños y es incapaz de permitir que se les haga daño. Adora a su madre y sobre todo a su hermana pequeña, a la que trata de proteger de los hombres como él. Ambiciona el éxito y el poder, lo que despierta nuestro interés y nos conduce de manera involuntaria a querer aprender sus técnicas. Pero cuando ha alcanzado su objetivo y se le revela su condición de hombre solo y desgraciado, nos compadecemos de él. La soledad, junto con la incomprensión, es quizás el sentimiento negativo más universal. Esas carencias se transfieren al espectador despertando nuestra empatía con el hombre, aunque en el fondo sigamos despreciando al delincuente.

Quentin Tarantino nos ha regalado algunos de los cabrones sanguinarios más majetes de la historia del cine.

Por otro lado, la historia del villano suele ser la tragedia de un ser humano lleno de traumas e inseguridades. Como nosotros, vaya. Ya sin Código Hayes, seguimos habituados a que el desenlace sea la caída, la expiación o, en el mejor de los casos, la redención del malvado. No queremos que se vaya de rositas, pero encontramos un perverso placer cada vez que se libra de las trampas o las balas de sus enemigos. Pero la tragedia es la tragedia, y el villano debe morir. Bien para transformarse, aunque sea brevemente, en el hombre bueno que alguna vez fue (¿recuerdan a Darth Vader?), bien para dejar claro que su vida ya no tiene objeto, pero que, igualmente, morirá matando y con las botas puestas.

La sombra, esa parte negativa que habita en todos nosotros y de la que hablaba Jung, disfruta con las felonías del malvado. Pero debe permanecer sujeta o la civilización se irá al garete. Por eso, en la ficción, los malos nunca ganan.

La realidad, como sabes, es otra historia.


 BONUS TRACK: Al margen de lo dicho hasta ahora y sin perjuicio de ello, incluimos este clip que demuestra que el malo de la película Scarface no es Tony Montana sino Giorgio Moroder.













Comentarios

  1. De los políticos no hablamos. Que ya con el drama de la investidura catalana te da para una saga de 10 libros...

    Nos gustan los malos porque muchas veces hacen todo lo que nos gustaría hacer si no tuviéramos moral y no termináramos en la cárcel. ¿Quién no ha pensado en cargarse a su jefe o en robar y darse la vida padre en el Caribe? :D

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Por fortuna, y a pesar de la creciente ola de puritanismo que nos rodea, la ficción de hoy permite derribar mejor las fronteras entre el bien y el mal. ¿Has visto "Tres anuncios en las afueras"? Muestra muy bien la difusa línea que hay entre uno y otro.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Los Gremlins van al cine (otra vez)

Rick Riordan. Mitología y dislexia

Monstruos y feminismo. 200 años del Frankenstein de Mary Shelley